El pasado no pisado
Por Silvia Sánchez
Susana Torres Molina arremete con una problemática que no deja de retornar: los setenta y la lucha revolucionaria.
Cierta mirada acerca de los setenta alejada del lugar común, parece asomarse en los últimos tiempos en la escena teatral porteña. Emparentada con cierta “estética pavlovskyana” -por llamarla de alguna manera- la misma intenta contemplar la complejidad tanto de las víctimas como de los victimarios, a la vez que bucea sobre las subjetividades en juego sin el afán de impartir lecciones sino más bien, con el deseo de que sea el espectador el que arme el sentido último.
Con Esa extraña forma de pasión, Susana Torres Molina camina por esa dirección. En la puesta que se presenta en El camarín de las musas, la dramaturga y directora plantea tres imágenes que si bien difieren en el tiempo, acuerdan en una problemática: los años setenta y la lucha revolucionaria.
En la primera de las imágenes, Molina traza el derrotero de una pareja de militantes que pasa la noche en un hotel alojamiento porque la clandestinidad así lo requiere. A la ferviente convicción de él, la autora opone la duda de su compañera y allí, en ese “entre”, el espectador oscila sin verdades emitidas desde la escena, reconfigurando ciertos tópicos a la luz de lo que ve sobre el escenario y de lo que el tiempo implicó.
En la segunda imagen, dos torturadores dibujan la “cotidianeidad” del acto de torturar. El cuadro se completa con una prisionera judía, enamorada de uno de ellos.
Por último, una tercera imagen nos muestra a una escritora sobreviviente de los campos y a un joven -hijo de desaparecidos- haciéndole un reportaje. Cierto reproche de colaboracionismo, cierta resistencia a hablar del pasado y cierta mirada acerca del intelectual y su tiempo (tanto pasado como presente), inundan la escena.
Si bien las tres escenas son independientes entre sí, dialogan no solo por la problemática sino también, por el sentido abierto que plantean aunque también, uno podría leer las dos primeras imágenes (ambientadas en el pasado) como frutos de la tercera, es decir, productos del pensamiento de la escritora ya que es la única que está en tiempo presente, nunca abandona la escena y sobre todo, escribe -literalmente- historias del pasado.
Independientemente de la lectura, los frescos de Molina apuntan a la reflexión sobre el pasado a partir de las dudas, los fracasos y las culpas. Un pasado que además, está acechando todo el tiempo pese a los discursos que lo quieren lejos, muerto y sepultado.
La puesta privilegia el color rojo en la escena de los militantes y la escritora y el negro en la escena de los torturadores, acaso dejando entrever -porque no- alguna declaración de principios, máxime si se tiene en cuenta que de lo que se está hablando es de la pasión.
Los libros devienen el objeto que articula toda la puesta: los que aparecen borroneados ya desde el programa de mano, los que albergan consignas como los de la joven militante, los de la escritora o los que, tirados en el piso, son la carta de triunfo de los torturadores.
Hablar de los setenta suele ser una empresa muy riesgosa. Pocos discursos pueden alejarse de la vocación de ser respuesta. Muy pocos, pueden construir nuevos entramados de sentido (a propósito, una muy buena lectura fue la que hace un tiempo atrás, Lola Arias enarboló con Mi vida después, pieza que aunque -salvando las diferencias- también posaba su mirada actual sobre ese pasado tan controvertido). Esa extraña forma de pasión intenta eso y además, lo que parece costarle tanto a los argentinos: la reflexión, la posibilidad de la revisión más allá de los fanatismos.
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